¡Resucitad esos muertos!

¡Resucitad esos muertos!

Por Julia Merodio

 Tomado de Ezequiel 37, 1 – 14

jesusresucitadoCuando alguien se pone ante las palabras de Ezequiel queda perplejo:

El Espíritu del Señor me llevó dejándome en un valle todo lleno de huesos secos… para que yo los reviviese”.

Pero ¿acaso pueden revivir estos huesos? Y si no pueden revivir ¿qué quiere decir esto? ¿Acaso Dios, puede pedirnos –aquí y ahora– que resucitemos muertos?

He orado una y otra vez con este texto y siempre me remueve por dentro, es un texto que me atrapa; pero siempre he vuelto a aparcarlo. He pensado una y otra vez escribir sobre él pero… imposible, siempre he pensado que si instaba a la gente a “resucitar muertos” creerían que, -como dicen los modernos se me habría ido la pinza- Pero NO. Hoy el Señor me ha regalado una nueva perspectiva.

Solamente hay que echar una mirada en derredor nuestro para ver que, estamos rodeados de seres humanos que son huesos secos. No muertos, sino secos, resecos, prácticamente fosilizados… Y aquí es donde llega el Señor para decirnos ¡resucitad esos muertos!

¿Pero Señor, como vamos a resucitarlos si ni siquiera tenemos fe en que puedan resucitar?

Sin embargo Señor, en tu nombre lo haremos. Las mismas palabras que pronunció Pedro en el Tiberiades y creo, que el mismo miedo a pronunciarlas.

Pero hay más. Este pasaje, no solamente nos llama a resucitar muertos, da un paso más, nos brinda la manera de cómo debemos hacerlo. Parece que Dios nos llame “al más difícil todavía”.

Nos dice algo que realmente es absurdo, nos dice que pronunciemos un oráculo sobre esos huesos secos, que profeticemos sobre ellos…

Pero como ve que a nosotros nos resultaría difícil hacerlo, en las palabras de Ezequiel nos deja plasmado ese gran oráculo, el que hemos de pronunciar sobre ellos: “¡Dios os ama! ¡Dios nos ama! ¡Somos amados por Dios con un corazón de hombre!

¡Qué gran oráculo! ¡Qué don el haberlo conocido! El gran oráculo, ese que tenemos que pronunciar sobre todos esos huesos secos que encontremos por el camino:

“Huesos secos, escuchad la palabra del Señor: Yo mismo traeré sobre vosotros mi Amor, mi Espíritu, el Amor de mi corazón… y viviréis. Y sabréis que Yo soy el Señor, y sabréis que Yo os amo”.

No podemos cansarnos nunca de pronunciar este oráculo, por muy secos que estén los huesos que nos encontremos.

Sin embargo, volvemos a dudar. Pero Señor, ¡si esto es como sembrar en el asfalto! No importa –nos dice el Señor– porque esa es la misión para la que se os ha enviado.

De nuevo Ezequiel, un hombre de nuestra misma naturaleza, diciendo:

“Y profeticé como me había ordenado el Señor y a la voz de mi oráculo, hubo un gran estrépito”.

¡Qué fantástico sería que pudiésemos decir nosotros lo mismo! Quizá sea eso lo que Dios quiere de nosotros “que seamos estrepitosos” que no nos cansemos, que no ahorremos esfuerzos, que no tengamos miedo de desterrar nuestra vergüenza…

Dios quiere que seamos audaces, que desafiemos a la lógica del mundo que nos dice que no se pueden resucitar unos huesos secos; que dice que el que habla con huesos secos está mal de la cabeza. Prescindamos del qué dirán y obedezcamos la voz de Dios que nos manda a profetizar.

Ezequiel finaliza plasmando el mandato que recibe, el mismo que nosotros estamos recibiendo en este momento:

“Conjura al Espíritu, conjura y di al Espíritu: Así dice el Señor de los cuatro vientos: ven Espíritu. Ven y sopla sobre estos muertos para que vivan”.

No tengamos recelos, no lo pidamos con la boca pequeña ni a media voz. Tenemos que ser enérgicos y clamorosos para conjurar al Espíritu, para obligarle a venir:

«¡Ven Espíritu de los cuatro vientos y sopla sobre estos muertos para que vivan!«.

Hagámoslo con firmeza, sin temor, sin dudarlo… Pidámoslo con fuerza.

Y sigue Ezequiel:

“Yo profeticé como se me había ordenado y vino sobre ellos el Espíritu y revivieron y se pusieron en pie. Era una multitud innumerable”.

¡Qué significativo! La obediencia del profeta a la voz de Dios, dejando a un lado el absurdo del mundo, hizo que los muertos resucitasen.

“Y me siguió diciendo: Hombre mortal, estos huesos son la entera casa de Israel que dice: Nuestros huesos se han secado, nuestra esperanza se ha perdido, estamos destrozados” Pero tú no hagas caso. Sigue profetizando y diles: Así dice el Señor, “Yo mismo abriré vuestros sepulcros y os haré salir de vuestros sepulcros -pueblo mío- y os traeré a la tierra de Israel. Y cuando abra vuestros sepulcros y os saque de vuestros sepulcros –pueblo mío– sabréis que Yo soy el Señor. Os infundiré mi Espíritu y viviréis; os colocaré en vuestra tierra y sabréis que Yo, el Señor, lo digo y lo hago”.

Ha quedado plasmada la fidelidad de Dios en estado puro. Dios siempre fiel a su palabra lo dice y lo hace.

Qué revelador “Estos huesos son la entera casa de Israel”. Representan todo lo que en la Iglesia está viejo y enfermo, todo lo que está agonizando, encerrado –a veces– entre diferencias y choques, en unos esquemas y unas leyes que… despojados del Espíritu que da vida, se han ido convirtiendo en un frío y triste sepulcro.

Por eso, también en este momento de la historia, hacen falta profetas que, como Ezequiel, sean capaces de anunciar el proyecto de Dios al pueblo,  a este pueblo que vive sumido entre los barrotes de la injusticia, la corrupción y la insolencia. Profetas que sean capaces de decirnos que Dios abrirá nuestros sepulcros y nos sacará de ellos… infundiéndonos su espíritu para que revivamos.

Que esto no es nuevo, que Jesús –el gran profeta– pasó también por esta experiencia y fue –precisamente él– el que hizo que las manos secas recobraran vida, que los cuerpos paralizados cargasen con su camilla, que los ignorantes enmudecieran a los sabios…

Tomemos su ejemplo. No nos avergoncemos ni nos dé miedo pronunciar el oráculo del amor, el oráculo de la unidad sobre huesos secos. Porque nuestro mundo necesita profetas que requieran al Espíritu para que esos muertos vuelvan a la vida.

Y, precisamente nosotros, tenemos que ser esos profetas del amor y la unidad que ayuden a que en la Iglesia se vuelva a redescubrir el Rostro de la Misericordia de Dios, mostrado desde las Entrañas del Corazón de Cristo.