La espiritualidad cristiana consiste en vivir según el espíritu de Jesucristo. El seguimiento de Jesús, común a todo bautizado, es la base de toda espiritualidad. Este es el programa único para todos los cristianos. Ninguna espiritualidad es monopolio de un grupo, sino que las distintas formas de espiritualidad forman parte del patrimonio de toda la Iglesia. Laicos y religiosos podemos compartir una misma espiritualidad y establecer una interrelación que nos enriquezca mutuamente.
Refiriéndonos a la espiritualidad agustiniana, se trata de una especial concepción del ser humano como espejo y reflejo de Dios. El ser humano, misterio (Confesiones 4,14,22) y abismo (Comentarios a los Salmos 41, 13), hinchado e inestable como el mar (Confesiones 13,20,28), se siente vulnerable y necesitado, al descubrir que lleva a flor de piel la marca de su pecado (Confesiones 1,1). La confesión de esta indigencia radical se traduce en búsqueda: «Nos hiciste para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Tí» (Confesiones 1,1,1). San Agustín presenta este camino de búsqueda de Dios para realizarse especialmente en comunidad. A la hora de elegir un modelo comunitario, considera que la comunidad de Jerusalén es el ideal de la vida cristiana (Sermón 77,4): «Tenían un alma sola y un solo corazón» (Hech 4,32-35).
El contenido de esta espiritualidad agustiniana puede sintetizarse en «la vida como búsqueda«. El método agustiniano de esta búsqueda pone su acento en la interioridad y trascendencia. Si se pone el corazón en las cosas, se corre el riesgo de amar lo creado y menospreciar al Creador (Sermón 313 A,2). El ser humano se descentra y se inquieta cuando se altera el orden en el amor y no responde a su vocación de Dios (Confesiones, 1, 1, 1 y 6, 16, 26). Asomarnos a lo desconocido y a lo profundo convierte la vida humana en tranquila inquietud y en infatigable búsqueda. Borrar el asombro o desencantar la naturaleza es poner el pie en el camino de la deshumanización. La dimensión filosófica y mística de todo ser humano puede quedar asfixiada por el torbellino de la actividad. Al experimentar la holgura del propio corazón y el planteamiento de las preguntas que le rodean, el hombre se abre a una verdad más profunda que la ofrecida por la ciencia. Emergen así los signos de verdadera vida y la presencia del Espíritu.»Busquemos para encontrar y encontremos para seguir buscando. Pues el hombre cuando cree terminar, entonces comienza» (La Trinidad 9,1,1). Es la invitación agustiniana para quien quiera vivir más allá del cerco de lo inmediato y efímero.
La interioridad y la comunión son las categorías básicas del pensamiento agustiniano. En esa relación del ser humano consigo mismo y con los demás se juega su equilibrio y su felicidad. Estamos, sin duda, ante los valores eje de la antropología y de la espiritualidad agustinianas. A quien anda volcado y disperso en lo exterior, le resulta difícil entrar en su interior. Sólo cuando entra dentro de sí mismo, se distancia de la vida de los sentidos y vuelve a su corazón, y es capaz de conocer y conocerse. La ventana de los sentidos permite, únicamente, asomarnos a la exterioridad. Se pueden admirar paisajes y, sin embargo, ignorarse a sí mismo. Por eso el hombre sin interioridad es un ser anónimo, sin misterio, sin curiosidad. La interioridad es el lugar de las preguntas y de las certezas.
San Agustín cultivó la vida interior y experimentó su gozo. La interioridad, no como huida sino raíz de la propia vida, es la casa de la verdad, espacio para la escucha del Maestro interior y el reconocimiento de la verdad que lleva el ser humano impresa dentro de sí. La experiencia religiosa de Dios, en san Agustín, es que Dios está dentro del hombre más íntimo que su propia identidad. Interioridad y comunión se complementan. En el viaje a la interioridad, el hombre, según san Agustín, encuentra el espacio para el diálogo con Dios en la oración, en la que se manifiesta el amor como primera vocación humana a la conversión.
La conversión supone siempre una cita personal previa, dada por Dios. Él es quien llama, a través de diferentes mediaciones, y el hombre responde atraído dulcemente, siempre desde la verdadera libertad. También la conversión exige poner en ejercicio la fe. El sí humano a la fe se puede plastificar en la imagen del camino. En este sentido el dinamismo del camino presenta dos elementos esenciales: la vinculación y la ruptura. La conversión-vinculación significa colocar en el centro de nuestra propia vida a Cristo, el Señor, convivir con Jesucristo, llevar en sí mismo la persona de Cristo. La conversión-ruptura significa abandonar todas las cómodas instalaciones, las múltiples formas de la idolatría y vivir sin ataduras que empobrezcan nuestras vidas. Queremos vivir nuestra conversión como camino, porque creer es convertirse… y convertirse es creer.
La oración es la expresión del hombre-de-fe que dialoga con Dios. Como discípulos anhelamos a Cristo, Maestro interior. Vivir en diálogo con Él, buscar su rastro en la historia, leer el acontecer diario con los ojos de quien cree, espera y ama. Sabemos que el criterio verificador de la vida cristiana es el amor y deseamos amar a Dios y amar al hombre como Dios lo ama. El discurso de la oración tiene que ser inseparable de la interioridad. No es posible oración sin interioridad y no es posible interioridad sin recogimiento, sin silencio que nos libere del cerco ruidoso que nos envuelve y de nuestro propio mundo, a veces, turbulento. Esta agradable oración -diálogo de enamorados- mueve a cambiar nuestros corazones. Sabemos que la vida que no es también oración, enquista las actitudes de las personas y se cierra al paso a las interpelaciones del Espíritu. Queremos vivir nuestra vocación humana de comunión para llegar a la cima de la unión con Jesucristo y con toda la humanidad, que representa san Agustín en la imagen del Cristo Total. Queremos vivir sirviendo a Dios en el ser humano y sobre todo vivir sirviendo y amando a la Iglesia, prolongación histórica de Cristo entre nosotros. Queremos vivir esa imagen bellísima del amor es mi «peso», es decir, mi atracción, y sentirnos atraídos por Él junto a nuestros hermanos.
Deseamos vivir el compromiso con el mundo, la justicia, la solidaridad y la paz. Lograr la utopía maravillosa de la Ciudad de Dios, situada en un contexto secular. Nuestra misión en el mundo es llenarlo de esperanza, construir la Ciudad de Dios con la fuerza del amor y gracia del Espíritu que habita en nosotros. La lucha entre los dos amores que intentan levantar dos ciudades diferentes es el gran drama de la historia que se libra en el corazón humano. Queremos vivir de forma que lleguemos a la armonía del ser humano y llegar a la unificación de la persona, al dejarnos llevar por el amor. Deseamos sea realidad que la justicia y la paz sean inseparables para vivir en una unidad indestructible. La solidaridad como dimensión del amor cristiano y de la comunión cristiana de bienes. No se puede ser insolidario y amar a Jesucristo, son palabras de San Agustín. La solidaridad con el hermano nos llevan al diálogo con la creación.
Los laicos agustinianos queremos vivir la visión agustiniana de una auténtica ecología, que es el amor a lo creado, como manifestación de Dios. Ser observadores del espectáculo asombroso de la luz, la belleza, la armonía, y el orden del «universo mundo» ser sus custodios y dueños amorosos de la naturaleza y del medio ambiente. Todo ello nos habla de Dios.
Laicos agustinianos