Todavía somos muchos los que vivimos entre el asombro y la preocupación por lo vivido estos días, sobre todo en las grandes ciudades donde parece que esto del coronavirus es más serio de lo que pensábamos en un principio. Hemos pasado en horas del «todo está controlado» a vaciar supermercados compulsivamente, de considerar las manifestaciones como un festival de unidad, de libertad y de orgullo a un espacio de riesgo e inconsciencia, de los exámenes a la ausencia de clases, de bromear como solo los españoles sabemos hacer a criminalizar el sentido del humor…
No es exagerado afirmar que aquí se entremezcla la crisis sanitaria con la política, y en unos días con la económica. Sin embargo, más allá de intentar no perder el norte, tomar precauciones, asimilar la información de forma clara y de no dejarnos llevar por el alarmismo hay un aspecto muy positivo, podemos recuperar el bien común como valor de nuestra sociedad. Muchos sabemos que en principio no es una enfermedad severa si estás sano, pero sí que es peligrosa si eres población vulnerable. Esto nos sitúa a todo el mundo ante el reto de intentar transmitir lo menos posible un virus –o mejor dicho coronavirus– que se mueve como pez en el agua. Es hacernos conscientes que nuestras decisiones condicionan la salud pública, que es patrimonio de todos.
En una época profundamente individualista nos encontramos en una situación en la que más que nunca nuestras decisiones cuentan. Se trata de una oportunidad como sociedad de pensar más en el otro, y considerar que muchas de nuestras acciones tendrán repercusión, para bien y para mal, en alguien que no conocemos sin saber cuándo ni cómo. Ojalá descubramos que detrás de la salud pública está el cuidado del bien común, algo que ocurre con la ecología, la economía, la política y así una lista larga de posibilidades que a menudo nos negamos a ver.