Dado que estamos en el ciclo “A” vuelve a aparecer ante nosotros –en este tercer domingo de cuaresma– el evangelio de la mujer Samaritana.
Pero este año me aburría volver a lo mismo, incidir en lo que ya se ha dicho. Me cuestionaba no darle un nuevo giro, ver qué encierra tanta verdad como pregona, mirar a la mujer, pensar cómo se sentiría por dentro, que mociones tendría al dialogar con Jesús… y me daba cuenta de que, quizá lo que el evangelista pretendía con este pasaje, era ponernos frente a nuestra propia realidad y ante nuestra propia situación, para que nos preguntásemos:
- Y yo ¿dialogo con Jesús?
- ¿Qué mociones siento en mi interior al hacerlo?
Al mirarla, percibía una mujer sin nombre, señalada por su nacionalidad –samaritana- con un interior lleno de recovecos, ansiosa de bienestar y felicidad a cualquier precio… cargada cada día con su cántaro –repleto de dificultades- pero sin conocer a Dios, sin creer en nada, adorando a dioses falsos y llena de una desesperanza que trataba de ocultar.
Me daba cuenta de que, su vida como la nuestra, era un proceso en el que nada se nos da hecho, nuestro camino es una incógnita por descubrir y, en ese descubrimiento, van apareciendo las necesidades fundamentales de la persona: ser querida, ser tenida en cuenta, no depender de los demás. ..
Aparecen: el frío, el calor, el hambre, la sed…, a y cada uno, no nos queda más remedio que buscar la forma de remediarlas. De ahí que nos encontremos ante una realidad honda y lenta, que nadie puede hacer por nosotros. Pero también aparecen necesidades más profundas que, como las anteriores, exigen una respuesta personal. Aparece la incertidumbre, el miedo, la indecisión, la duda, la turbación…
- ¿Qué necesidades descubro en mí en este momento?
- ¿Son necesidades naturales, o son más profundas?
Sabemos por experiencia, que muchas veces esas necesidades tratamos de saciarlas por medios inadecuados, en sitios erróneos… y, así vamos intentando saciar nuestra sed, con sorbos de cualquier fuente que se nos vaya presentando.
Es verdad que, quizá en un primer momento, puede parecer que nuestra sed de fama, poder, grandeza, gloria… quedan satisfechas, pero enseguida necesitamos buscar otros “pozos” más hondos, porque nuestra sed ha vuelto a aparecer de nuevo.
Y pasamos, tiempo y tiempo sin admitir que solamente Dios puede saciar nuestra verdadera sed. Solamente Él puede calmar todas nuestras ansias. Solamente Él puede aplacar todas nuestras aspiraciones… “Nos hiciste, Señor para Ti y nuestro corazón permanecerá inquieto hasta que descanse en Ti” (San Agustín)
- ¿Qué sitios y qué medios busco yo, para saciar mi sed?
Es entonces, cuando nos damos cuenta de que, eso mismo es lo que le pasaba a la mujer de Samaria. Un día más, tiene que entrar en la rutina de buscar el agua que necesita para saciar su sed, sin embargo, lo que no podía imaginar, es que ese día iba a ser distinto a todos los anteriores.
Y ahí está, caminando con su cántaro cargado de certezas –como nosotros- pero sin poderse quitar de encima el peso de su equivocación, sus caídas, su manera de ceder a lo fácil… aunque ni siquiera lo sepa.
Ella pensó un día, que Dios era el enemigo que le quitaba su felicidad, su libertad… pensó que, solamente servía para deshacer sus planes… y eso la llevó a separarse de él y buscar la manera de vivir la vida bajo su criterio. Una realidad demasiado frecuente en nuestra sociedad y, posiblemente, incluso entre nosotros mismos.
Pero al contrario de lo que pensaba, en su corazón seguía anidando la tristeza, la soledad, la desazón… y no por lo que no tenía, sino por lo que en realidad ansiaba… dándose cuenta de que, eso que anhelaba no podía adquirirlo por sí misma e incluso ni siquiera era capaz de saber expresar como reclamarlo. Situación, que le hace llevar su desdicha de la manera más cómoda y placentera que puede, aunque en lo más profundo de su ser, haya una voz que le alerte de que, por ese camino que va, nunca llegará a la plenitud para la que ha sido creada. Tiene miedo a vivir sin encontrar el sentido y el valor de la vida, pero no es capaz de pararse a pensar, que es precisamente eso, lo que le impide afrontar los acontecimientos que se le van presentando.
- Y yo ¿de qué llevo cargado mi cántaro?
- ¿Qué me impide afrontar los acontecimientos que se me van presentando?
Mas, al llegar al pozo, descubre que la persona más impensable la está esperando. La conversación con el desconocido va surgiendo poco a poco y con mucho miramiento, pues ¿acaso un judío podía hablar tranquilamente, con una mujer, -que por si fuera poco el hecho de ser mujer- es samaritana?
Sin embargo ella, que al llegar intenta imponer su superioridad sobre Él, porque estaba en desventaja, pero comienza a darse cuenta de que, esa persona es distinta a las demás. Esa persona con quien habla no la juzga, no la condena. Percibe que, es alguien que conoce toda su vida, que sabe todo sobre ella. Y, comienza a darse cuenta de que, ese que habla con ella, se va revelando, sutilmente, a su corazón.
Pero ahora necesitamos darnos cuenta de que la mujer del pozo somos tú y yo. De que Jesús, nos espera cada día. De que, no nos juzga, ni nos condena y de que conoce lo más íntimo de nosotros mismos.
- Y yo, ¿soy consciente de que, Jesús, me espera cada día junto al pozo?
- Y sabiendo que me espera ¿soy capaz de ir, cada día, a llenar mi cántaro al pozo de Jesús?
Es verdad, que nosotros al contrario que la mujer de Samaria, somos católicos, vamos a misa el domingo, rezamos nuestras oraciones, comulgamos… Pero, eso no nos libera de llevar a cuestas nuestra mochila que cada vez es más pesada. Por lo que, Jesús nos dice también a nosotros, tráeme tu problema, contestando con rapidez ¡no tengo problemas Señor! Has dicho bien, –nos dice– porque, tú eres el problema. Pero llegará el tiempo en que los adoradores, adorarán en espíritu. Y ya no servirán los rituales que nos digan cómo hemos de descargar “el problema”, pues comprenderemos –como la mujer de Samaria- que Dios se revela al corazón.
Hemos llegado a lo nuclear. Es fantástico tener sed de Dios. Es fantástico comprobar que, ha sido esa sed, la que ha puesto de manifiesto el grito del Espíritu en lo más hondo de nuestro ser, para que no nos conformemos con una vida mediocre, para que trabajemos por vivir una vida en plenitud.
- Pero… ¿realmente yo, tengo sed de Dios?
Es sorprendente que, fuese esa misma sed la que propició el grito de Jesús en la Cruz. “Tengo sed” (Juan 19, 28)
Acabamos de recibir la respuesta. Nuestra sed, solamente puede encontrar alivio y descanso en Jesús ¡Sólo en Jesús! Ese pobre sediento que sale al encuentro de la mujer samaritana “Si conocieras el Don de Dios…” (Juan 4, 10) “Tú le pedirías y Él te daría…” Porque Jesús sabe que, el Don, siempre conduce al encuentro personal con el Señor en una comunicación única, pero que afecta a nuestra vida concreta, a nuestra historia y a nuestro aquí y ahora.
- Y yo ¿conozco el DON de Dios?
- ¿Lo acojo desde lo más profunda de mí ser?
- ¿Lo ofrezco a los demás?
“¡Tengo sed!”
Jesús no ignora que, aunque nosotros tenemos sed de Él, queremos tener todo controlado, manejar los hilos de nuestra vida a nuestro capricho y que nos dejen de tonterías que no se ven ni se palpan.
Sin embargo, a pesar de todo, ahí está -el mismo Dios- amando incondicionalmente y llegando a derramar hasta la última gota de su sangre para salvarnos.
Porque, esto no ha acabado, esto sigue siendo vigente. De ahí que tengamos que preguntarnos:
- ¿De qué tengo sed?
- ¿Tengo sed de Dios?
- ¿Se habrá sentido Jesús amado por mí?
- ¿Se sentirá amado por nosotros, personas del siglo XXI?
- ¿Qué clase de sed tengo?
- ¿Qué clase de sed tenemos?
Para decir con A. Negron:
Prefiero tener sed en mi boca por falta de agua,
que sed en mi corazón por falta de Dios.
Julia Merodio