“Mejor solo que mal acompañado”, dice la sabiduría popular. Aún podríamos decir mejor: ¡Qué dura es la soledad hueca y sinsentido, qué cruel y hasta corrosiva la mala compañía! No insisto más ni hacen falta muchos ejemplos. A mí al menos, me basta con pensar en algunas visitas de la soledad, esa “amante inoportuna” a la que canta Sabina, y en algunas veces que acompaño, incluso a los buenos amigos, y quedamos con un sabor de boca amargo o más hundidos en ciertos desalientos y desesperanzas.
Pero más interesante, más fuerte y más verdadera es la experiencia contraria: la experiencia de la buena compañía que abre esperanzas, que nos acerca a los otros y que es tan propia de nuestro Dios. Seguimos al Señor de la Buena Compañía que nos acompaña y nos enseña a “bienacompañar”. Esto se ilumina al releer la historia de los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35) y, con ellos, al releer también nuestra propia historia de compañías y soledades.
Dos personas se “malacompañan” en dirección a Emaús, se alejan de los otros y van haciendo más profundas las heridas, más amarga la frustración, más argumentada su desesperanza. ¿Me suena a algún encuentro que me haya dejado, o haya dejado en el otro, un poso de temor, de inseguridad, de una tristeza más densa? ¿Me reconozco en algún modo de malacompañar profundizando en lo oscuro, dando la razón en los pesimismos y reforzando la elección de la queja o del cinismo como actitudes vitales? Sin embargo estos discípulos, son alcanzados, sin reconocerle, por el Señor de la Buena Compañía. Se pone a caminar con ellos y crea un ambiente cálido donde se pueden destapar las heridas y airear los fracasos. Se pone a caminar con ellos que venían huyendo, con miedo, frustrados, confusos. Se acopla a sus tiempos y a sus ritmos y les da confianza y seguridad. Camina con ellos y ofrece un espacio seguro, el único punto de partida para cualquier crecimiento y para escoger caminos nuevos. ¿Puedo recordar encuentros que crean ese ambiente de seguridad, de incondicionalidad, de paz verdadera? ¿No está lleno de esta seguridad mi encuentro con el Señor? ¿No he experimentado que sólo crezco cuando encuentro y ofrezco espacios seguros, no amenazantes? ¿No lo he visto también en los demás, en su fe y en su vida? Lentamente Jesús contrasta a los de Emaús con más firmeza y les desvela el sentido en la adversidad, cura algunas heridas, da argumentos y vías a la esperanza. Les va retando para que, como decía Benedetti, la soledad y la frustración sean una llama para encontrarnos en un intercambio de optimismos y confianzas: “Es importante hacerlo, quiero que me relates tu último optimismo, yo te ofrezco mi última confianza”. Ser “bienacompañados” les transporta a un lugar más allá de lo que parecía sólo frustración y fracaso. ¿Será esta la nueva perspectiva del Espíritu de Dios, será el regalo de lo nuevo…? ¿He experimentado alguna vez este giro hacia la Vida en los encuentros con otros y con el Señor? ¿No es este regalo lo más propio de Dios y su modo único de acompañarnos? ¿Será la vida verdadera acompañarnos para buscar y hallar juntos esta nueva perspectiva de gracia?
Los de Emaús aprenden a leer su propio corazón y a entender donde les lleva el Espíritu, qué caminos personales deben seguir. De huir y malacompañarse, aprenden a ser buena compañía el uno para el otro y dan un giro, vuelven hacia donde están los otros necesitados de consuelo, vuelven hacia donde está la comunidad… Terminan unidos, bienacompañados y bienacompañando. Y nosotros, tampoco caminamos ni solos ni malacompañados, caminamos desde, en y hacia la mejor compañía…
En su recuerdo, D. E. P.