Otra Cuaresma que llega. Y uno puede, con cierto aire de rutina, multiplicar las alusiones al desierto, al ayuno, a la limosna y a la oración. Con la regularidad de todo lo que, en la vida, es habitual. Con la tranquila cadencia del año litúrgico. Con la normalidad del paso de las estaciones. Ahora toca la seriedad y el rigor, como en el futuro tocará la alegría. Y luego la vida ordinaria… Pero, esto de que toca, ¿no es un poco triste? ¿No resulta como demasiado poco espontáneo?
Así que olvidemos lo que toca. Olvidemos el desierto por decreto, el ayuno de temporada y la limosna de ocasión. Olvidemos la conversión urgida y la oración metida en la vida con calzador. Y empecemos a pensar en regar las semillas de actitudes que son necesarias toda la vida. Y si nos paramos ahora a detectarlas, es más como cultivar una planta que ha de crecer que como contemplar un paisaje que ha de cambiar en unas semanas.
¿Qué podemos cultivar estas semanas? El desierto como actitud de silencio, de vaciamiento y de soledad. Para no andar siempre de atracción en atracción, en la feria de las vanidades. La oración como búsqueda del Dios que se hace difícil en esta cultura. Y como escucha verdadera y profunda de la palabra de Jesús, que se siga haciendo maestro y guía. La limosna como amor compasivo, que piensa no solo en dar peces, sino también cañas y respuestas. El ayuno como respuesta austera a un mundo que constantemente excita nuestros apetitos. La conversión como lo contrario al apoltronamiento, es decir, saber que siempre hay obras que hacer dentro y fuera, para que la vida sea más habitable.
¡En marcha!