La piedra estaba corrida y la oquedad quedaba al descubierto. A mi mente volvió la vida de la cueva. Una cueva para nacer y una cueva para Resucitar ¡significativo tándem! De nuevo la demostración de que, sin la vida de dentro difícilmente se puede subsistir. Porque, para llegar a palpar que Cristo ha resucitado, hay que entrar en la oquedad del sepulcro, lo mismo tuvimos que entrar en la cueva de Belén para acogerlo en su nacimiento.
Así lo hicieron las mujeres; así lo hicieron Pedro y Juan; y fueron ellos los primeros en descubrir que, para entrar en la oquedad había que agacharse, que inclinarse, que abajarse… pues sólo cuando seamos capaces de mancharnos de polvo, de barro, de telarañas…, podremos descubrir que nuestro Dios no es un Dios de muertos sino de vivos.
¡Qué bien lo ha debido de entender el Papa Francisco para decirnos: “Entrad en la Resurrección lentamente, con humildad…!” Y es así precisamente como debemos entrar en el misterio del hermano: lentamente, con humildad. Sin intentar perturbarlo, sin invadirlo, sin exigirle, sin violentarlo… El sepulcro invita a salir deprisa. Nada atractivo se encuentra en su interior como para permanecer allí. Las vendas, el sudario, la mortaja… y una gran oscuridad.
Sin embargo es triste descubrir que, en este mundo que parece tan avanzado, sigue habiendo gente instalada en “su sepulcro” atada con vendas a tantos condicionamientos como le impone la sociedad, privada de libertad –aunque se crea realmente libre-, llena de miedo a lo nuevo e incapaz de abrirse a ello; y triste… muy triste sumida en la oscuridad de su corazón. La cerrazón se ha apoderado de su vida.
Por eso, es el mismo Jesús Resucitado el que nos dice a nosotros, ¡ayudadles vosotros a resucitar! Pero Señor: Si hoy no se habla de estas cosas, si no querrán escucharnos ¿Cómo podemos hacerlo?
Para hablar de resurrección no se necesitan muchas palabras, se necesitan obras. El amor les bastó, a los primeros cristianos, como distintivo de que algo nuevo había llegado. ¡Mirad como se aman! Decían sus contemporáneos. Y os aseguro que, ahora como entonces, nuestro testimonio de vida será nuestra mayor disertación.
Pongámonos un rato ante Cristo resucitado. Repasemos algunas zonas de nuestro mundo necesitadas de resurrección. Hagámoslo hasta que nos duela el alma, hasta que descubramos que para entrar en el misterio hay que doblar la rodilla y el corazón.
Pues solamente quien se humilla puede vislumbrar los bienes de arriba. El orgulloso mira siempre desde arriba hacia abajo y sólo ve tierra, sin embargo el humilde mira desde abajo hacia arriba y por eso puede contemplar la inmensidad. Qué importante sería preguntarnos: Y yo, ¿desde dónde miro?
Volvamos a Jesús resucitado. Seamos testigos de la Resurrección. Volvamos al primer encuentro con el Señor. Busquemos experiencia de resurrección en nuestra vida; y digamos a todos desde lo profundo del corazón: ¡¡Cristo ha resucitado!! ¡¡Aleluya!!
Julia Merodio