¿Inocentes o inocentada?

¿Inocentes o inocentada?

Cuando los acontecimientos surgidos empiecen a no tener sentido, cuando los problemas superen nuestras previsiones… agarrémonos fuerte al Señor que camina a nuestro lado y digámosle: Señor, sé que contigo todo es posible.

Ya empezaba a funcionar lo que había dicho el ángel a José en sueños. Empezaba a notarse que el Niño era Grande. Los acontecimientos vividos y aquellos extraños personajes que se habían presentado para adorarle lo demostraban. La tranquilidad parecía llegar cuando aparece un nuevo sobresalto. Otra vez el ángel, otra vez en sueños, otra vez una misiva a José para decirle: “coge al Niño y a su madre y huye a Egipto, porque Herodes lo busca para matarle” (Mateo 2,13-14).

La cosa era tan sorprendente que a José no le da tiempo a  replicar, ni a preguntar ¿por qué esto, acaso no me dijiste que era el salvador? Estaba tan asustado que simplemente llama a María y, sin pararse ni un momento a preparar algo,  con la mayor rapidez, se ponen en camino huyendo de Herodes.

De nuevo lo inesperado. De nuevo algo que no tiene sentido. Y ¿por qué nosotros?, ¿por qué persiguen a un niño indefenso?, ¿se habrán equivocado de persona? Preguntas y más preguntas. Se nota que su humanidad es igual que la nuestra. Cuántas veces nos preguntamos: ¿Por qué me ha tocado a mí, esta enfermedad?, ¿Por qué me encuentro tan solo, si tengo una familia, unos amigos, un empleo…?, ¿Por qué se apartan de mí cuando llega la dificultad, en lugar de ayudarme, de comprenderme, de acompañarme a salir de esta difícil situación. ¡Cuántas veces, hemos intentado abandonar porque creíamos encontrarnos en un camino sin salida!

Pues María y José con escasas provisiones y por caminos imprevisibles, avanzan en la noche para no ser vistos. Ellos saben que los soldados de Herodes pueden aparecer  por los sitios más insospechados y están totalmente indefensos. Con el corazón inquieto y la cabeza llena de preguntas tienen que repetir de nuevo el Sí, sin más certezas que la fe grande que ilumina sus almas.

También hoy conocen muchas personas lo que es una huida. No tenemos nada más que mirar a nuestro alrededor o poner la “tele” para darnos cuenta de ello. Tanta gente huyendo con el corazón agitado y sin pararse a pensar lo que les depara un futuro incierto. Tanta gente huyendo sin tener donde refugiarse, tan solo buscando poner distancia entre ellos y sus perseguidores, entre ellos y la guerra, entre ellos y la dificultad… Tanta gente aterrada, llena de miedo, con el alma encogida pensando en poder encontrarse con alguien que les dañe.

No tenemos nada más que mirar a cualquier semáforo de las grandes ciudades, en las puertas de las iglesias, en los telediarios de un día cualquiera… para detectar una huida. Pateras abarrotadas de gente, personas ahogadas en el mar, niños en condiciones infrahumanas, madres gestantes –como María– sin saber cómo y dónde nacerá su hijo…

Pero es mejor pasar de largo que comprometernos. Es mejor darle –en el mejor de los casos– una moneda para quitárnoslo de encima, que entrar en su problema. Es mejor decir que a nosotros no nos corresponde solucionarlo… Más ¿nos hemos dado cuenta de que su corazón siente lo mismo que el nuestro? ¿Les hemos preguntado, siquiera, cuáles fueron las causas que les llevaron a huir?

El momento duro llega al comprobar que, cuando se sienten a salvo, los problemas surgen en cadena. Sin conocer a nadie, sin dinero, sin recursos, sin saber el idioma, sin casa donde vivir, sin herramientas para trabajar, sin papeles… viviendo en la ilegalidad. Huyendo de la guerra, del hambre. Buscando una vida mejor. ¿Nos hemos puesto en su lugar? ¿Hemos pensado que si María y José hubieran explicado a alguien la causa de la huida, nadie los hubiera creído? ¿Nadie los hubiera entendido?

Desde ahora cuando los veamos procuraremos ser un poco más conscientes de que, por ello también pasó Cristo y así podrán ocupar un sitio más privilegiado en nuestro corazón.

Herodes enfurecido, viéndose burlado por los sabios mandó matar a todos los niños de Belén y de  todo  su término que tuvieran menos de dos años” (Mateo 2,16–17).

Herodes se sentía ofendido en su fuero interno. Los extraños personajes venidos de tan lejos se habían burlado de él. ¿Quizá había algo de cierto en aquella absurda idea de que había nacido un rey? La cosa tenía fácil solución. Un simple decreto, dictado sin levantarse de su sillón, bastaría para arrasar a todos los niños nacidos recientemente, a fin de aniquilar a aquel, posible, –rey-Mesías– idea descabellada de algunos fanáticos.

“¡Morirán todos los niños menores de dos años, nacidos en Belén y sus alrededores!”, decretó. Confieso que me tiembla todo el cuerpo al recordar esta escena.

Me molesta que año tras año, se cierre está página sin prestarle la menor atención. Me molesta que la tapemos haciéndonos bromas unos a otros. Y me molesta porque siempre en medio de la falta de aceptación, de los compromisos incumplidos, de las posturas infantiles de salirse cada uno con la suya y llevar la razón, siempre pagan la culpa unos pobres inocentes que se hallan en medio, y que sin saber de qué va la cosa, quedan marcados para toda la vida. ¡Cuánto dolor engendran  las situaciones de injusticia, de falta de diálogo, de falta de aceptación, de quitarse el sufrimiento de encima echándolo a los demás! Y luego, la pregunta utilizada en esta situación ¿Y Dios por qué permite esto? Después de haber reflexionado, ¿todavía crees que Dios tiene algo que ver con nuestro proceder mezquino e irresponsable? ¡Hondo misterio el de la libertad humana!

Es duro ver que el destino de los violentos siempre comete el error de herir al inocente. Sin embargo, hasta la huida  a Egipto, ha conseguido darnos una lección. Siempre te acompaña Dios en tu camino, porque antes que tú, Él ha vivido ya la misma agonía al huir. Antes y después de Él, muchos han huido y huirán, pero es raro que haya gente perseguida a tan temprana edad. Es raro que haya gente que empiece a morir tan pronto.

Por eso Jesús, antes de instalarse en Nazaret, quiso hacer suyas todas las dificultades del ser humano para que podamos acudir a Él con la seguridad de que nadie ha vivido la fe con más radicalidad como la vivieron Él y sus padres.

Sólo nos queda ya ponernos en silencio delante de Dios para hacernos conscientes de nuestra vida, de nuestras huidas, de las veces  que los demás han tenido que huir a causa nuestra, de los inocentes que han pagado nuestra falta de compromiso. Pongamos ante el Señor, a esas personas que nos ayudaron en las situaciones que tratábamos de huir. Observemos, esas veces, que hemos pasado de largo ante la mano tendida de los que huían llenos de dolor. Y demos gracias, por las experiencias que todo esto nos ha proporcionado para ayudarnos a ser…  mucho más humanos.

 

Julia  Merodio