Vivimos en el mundo de “lo grande”. Si queremos ser algo o alguien tenemos que demostrarlo teniendo: la casa más grande, el coche más grande, la cuenta corriente más abultada… y con esos conceptos cómo vamos a ser capaces de acercarnos al evangelio, donde Jesús nos dice:
- Si quieres ser grande, hazte pequeño.
- Su quieres tener, da lo que posees.
- Si quieres ser el primero, ponte el último.
- Si quieres sobresalir, toma el camino del servicio…
Pienso que, posiblemente el no tener en cuenta lo pequeño sea lo que nos hace despreciar el Reino de los Cielos, del que se nos dice que es como esa pequeña semilla plantada en la tierra. –Una pequeña y diminuta semilla– ¡Vaya simpleza!
Dejando así, de escuchar que, esa pequeña semilla da fruto en su sazón hasta convertirse en un árbol frondoso y fuerte. Una pequeña semilla que, –como una Sagrada Forma Consagrada–, es capaz de albergarse en un minúsculo sitio de nuestro ser, alcanzando a crecer y madurar de tal manera que nos hace llegar a ser sal y luz para los demás; nos hace ser palabra y refugio; servicio y apoyo; aliento y consuelo…
¡Qué admirable, nos parece ahora, dar el sitio que merece lo pequeño! ¡Qué importante acoger la semilla! ¡Qué primordial cuidarla con esmero y cariño! ¡Qué fundamental elaborar y cimentar el Reino en nuestra entraña!
Sin embargo, el día a día nos indica que esto no es fácil. ¡Cuántas Eucaristías compartidas a lo largo de nuestra vida, sin que nuestro interior haya cambiado lo más mínimo! ¡Cuántas comuniones! ¡Y… cuánto nos cuesta entrar en la celebración!
Celebrar la Eucaristía no es solamente una práctica de silencio y recogimiento. Se trata de ser unos enamorados de Cristo. Se trata de vivir el amor y la entrega a los demás, se trata de trabajar por la fraternidad… y de ser uno con el Señor.
- Pero… ¿de verdad que esto no dice nada a mi vida?
Pues escuchemos:
- Un enamorado de la Eucaristía es capaz de perdonar, de respetar, de solidarizarse, de aceptar a todos en la diversidad.
- Un enamorado de la Eucaristía sabe guardar su dignidad. Sabe ver en los hermanos un sacramento, un signo de presencia; pero no sólo en algunos, sino en todos. Y está atento para no profanar nunca ese templo donde habita Dios ni con gestos ni con palabras.
- Un enamorado de la Eucaristía no es el que tiene las manos juntas, sino el que las tiene abiertas para dar, tendidas para ayudar y arremangadas para servir.
- Un enamorado de la Eucaristía no es el que puede mostrar las durezas de sus rodillas, sino el que es capaz de demostrar que ellas han servido, para que desaparezcan las durezas de nuestra indiferencia, nuestra indecisión, nuestra intolerancia, y nuestro egoísmo.
- La Eucaristía tiene que conservar su sabor a pan, a pan recién hecho, a pan partido, a pan que nutre, a pan que da fuerza para seguir.
- La Eucaristía tiene que ser una acción de gracias susurrada en medio de los sufrimientos, los desgarros, las crucifixiones, las contradicciones…
- La Eucaristía tiene que ser una acción de gracias que nos haga salir de la noche y nos convierta en luz para el mundo.
Y es así, como precisamente lo entendió Jesús y así, como nos lo demostró.
La Eucaristía fue la rúbrica de una experiencia vivida en el día a día, por Jesús. Él había hecho de su existencia una Eucaristía; sólo le faltaba sellarla y ofrecerla. Jesús había perdonado sin límites; había sido Palabra entregada a todos públicamente, sin elegir a los destinatarios; había dedicado mucho tiempo a la escucha del Padre en la soledad y el silencio.
También había sido “ofertorio”, porque se ofreció a los demás con su cercanía, sus milagros y su amor. Solamente le faltaba vivir la consagración para que la eucaristía fuera perfecta… y no duda al entregarse para subir a la Cruz.
Él será “cuerpo entregado y sangre derramada”.
Él será el amor-fiel que nunca dice basta.
Es, el que no deja fuera de su amor ni siquiera a los que a nosotros nos parece imposible amar.
Es, el amor-perdón hasta las últimas consecuencias.
El que entrega la vida, por aquellos que se la están arrebatando.
Dios no sólo ama. Dios es AMOR. Por eso necesita el momento de la comunión, para llegar a todos, para fundirse con todos. Se parte y se reparte para regenerar nuestras fuerzas, para acompañarnos en el camino y para hacernos saborear su plenitud.
Por eso, decir que Dios es gratuidad ya no supone novedad alguna, pero si solamente nos quedamos en ello, no habremos respondido a los frutos que Jesús esperaba de nosotros el día que puso en nuestras manos –a través de las de sus discípulos– el pan y el vino consagrados.
Jesús no pone resistencias, Jesús se entrega en totalidad. Sin embargo antes de ofrecerse quiere invitarnos a participar del Reino hablándonos de él.
Y así nos lo dice: El Reino de los Cielos no surge ni brota espontáneamente. El Reino del que Yo os hablo es un proceso que comienza con la siembra, pero necesita trabajos y desvelos para que su crecimiento sea extenso y sus frutos valorados.
Ahora ya lo tenemos claro. No podemos quedarnos impasibles como si nada hubiera pasado. Necesitamos revisar nuestro proceso personal. Necesitamos ver en qué momento se encuentra. Precisamos reavivarlo.
- ¿Cómo trabajo yo esos dones que Dios me regala, para que trabaje en favor de los demás?
Desde hoy sembraremos semillas de bondad y cordialidad en nuestro entorno. Sembraremos semillas de acogida y perdón…
Y dejaremos sin desánimo, que Dios siga sembrando –todas las semillas que precise– en nuestro corazón, hasta que seamos capaces de decirle con fuerza:
Sé con certeza, que Alguien ha apostado por mí, por eso mi vida, sólo puede ser, una acción de gracias.
Julia Merodio