En este tiempo de la historia, en el que la iglesia –no solamente no goza de prestigio–, sino que muchos quisieran hacerla desparecer de un plumazo, creo que es necesario que reavivemos lo que ha de significar para nosotros la Iglesia de Jesucristo y lo que supone, para nuestra vida, el pertenecer a ella.
La Iglesia, es la señal visible del Reino anunciado por Jesucristo. Ella no es Dios, ni es el Reino, ni es la salvación… sino una señal que grita y reproduce en su interior: El proyecto de Dios. Pero Dios, desde su inmensa grandeza, ha querido que unas criaturas tan limitadas y pobres como nosotros, seamos las que la formemos, de ahí que nadie pueda creerse nada especial; la iglesia la formamos gente trivial, con una vida ordinaria como es la nuestra. Pero esto no nos asusta, Jesús –siendo Dios– pasó el mayor tiempo de la vida de una manera tan común como la que podamos pasar nosotros. De ahí que, solamente, los que han sido capaces de dejarse encontrar por Él hayan podido entender con nitidez todo esto.
Sin embargo nosotros, los que todavía nos cuesta pensar desde Dios, siempre queremos cosas espectaculares para la Iglesia. Queremos que cambie, que se adapte a nuestros criterios, que piense como el mundo piensa, que se ponga nivel de los tiempos… Y nos equivocamos estrepitosamente. Lo importante de la Iglesia, no está en que tenga necesidad de una nueva legislación, ni de una nueva teología, ni de nuevas estructuras, ni de una nueva liturgia… Lo que la Iglesia, de hoy, necesita es “Un nuevo Pentecostés”: necesita recibir la efusión de Espíritu, porque todo lo que hagamos sin el Espíritu es como querer dar vida a un cadáver sin alma.
Por eso, lo que realmente necesitamos es:
- Alguien que nos arranque el corazón de piedra y nos dé uno de carne.
- Alguien que nos infunda nuevo entusiasmo, nueva inspiración, nuevo vigor, nueva fuerza…
- Necesitamos perseverar en nuestra tarea sin desánimo, con frescura; con fe en el futuro y en las personas con las que trabajamos por el Reino.
- Necesitamos una nueva llamada, en el camino.
- Necesitamos encontrar personas, llenas de ese Espíritu, que nos traigan la salvación.
Porque el Espíritu del Señor, no desciende sobre edificios, aunque se trate de Iglesias suntuosas, desciende sobre los individuos para ungirnos como a los apóstoles. Dios no unge a los proyectos que hagamos, por buenos que sean, sino a cada uno personalmente; los proyectos vendrán después. El Espíritu es el alma y el corazón, de cada persona; no de las máquinas, ni de los ordenadores de última generación -por deslumbrantes que parezcan-. El espíritu es la esencia del interior, del alma. Por eso a mí me gusta pertenecer a la Iglesia de Jesucristo. Me gusta ser Iglesia. Una iglesia portadora de la grandeza del encargo de Dios.
Sé bien que, a los que pertenecemos a la iglesia posiblemente no nos vayan bien las cosas, pero eso no me desinstala. A Pedro lo apresaron y más tarde lo mataron, pero lo que no sabían es que, el mensaje de Dios no se podía apresar. Y aquí está nuestra Iglesia. Una iglesia santa y pecadora a la vez; una iglesia formada por personas limitadas e indigentes, como le gustaba a Jesús… Pero una Iglesia madre que acoge a cuantos hijos quieren llegar a cobijarse en ella.
¿Creían que apresando a Pedro, terminaría la Iglesia? Pues ya ven que no. La Iglesia ni ha terminado ni puede terminar, porque la Iglesia, como su fundador, es eterna. ¿Que habrá persecuciones? ¡Por supuesto! Tan sólo tenemos que mirar el acoso que sufre todo lo que suena a Iglesia y cómo sufre el Papa y todos nosotros con esa persecución, pero seguro que, mucho más, sufriría Pedro en aquellos comienzos del cristianismo, para llegar a decir:
“Vivid alegres en medio de todas las aflicciones y pruebas, pues de ahí la autenticidad de vuestra fe –más valiosa que el oro se quilata por el fuego en el crisol– pues ella será motivo de alabanza, gloria y honor el día que se manifieste Jesucristo. El Señor” (I Pedro 1,6-7).
No puedo terminar sin traer a nuestra mente a María; pues la Iglesia, encontraría un vacío imperdonable si dejase de apostar por María como su verdadera Madre. Ella es primicia, prototipo y profecía de lo que ha de ser la Iglesia. Ella estaba desde su comienzo, en el corazón mismo del misterio de Cristo y de la Iglesia. María inseparable de Cristo lo es también inseparable de la Iglesia. Pues ahí la vemos. Desde el día de Pentecostés ella está, como solícita madre, cobijando y acompañando sus primeros pasos. Es por ello por lo que recibe con razón el título de Madre de la Iglesia.
¡Amemos a la iglesia! ¡Querámosla de verdad! Teniendo bien claro que, como dice nuestro Papa Francisco: «La Iglesia no es el refugio de los pobres, sino la casa de la alegría».
Julia Merodio